No, no me he vuelto loco. Estás leyendo bien, este es el título de mi nuevo post. Quizá al leerlo has pensado que hoy voy a reflexionar sobre aquella infancia en la que pronunciar estas palabras así, todo seguido, nos hacía sentir momentáneamente malvados o chinchar a mamá. Quizá has pensado que es una extravagancia, una excentricidad, que voy buscando premeditadamente la originalidad o que soy un provocador o, simplemente, un grosero.

Sea como sea, si has seguido leyendo hasta aquí y te pica la curiosidad es porque he conseguido engancharte y ganar una batalla en la dura guerra de la economía de la atención. Ahora sólo espero no cometer uno de los grandes errores de las marcas: espero que no se produzca una falla insalvable entre tus expectativas y mi producto. O, lo que es lo mismo, espero no pecar de overpromise.

Estoy escribiendo después de haber terminado el libro de Fernando Beltrán El nombre de las cosas, donde describe el oficio de lo que él mismo llama ser nombrador y gracias al cual entendemos cómo, a modo de vasos comunicantes, la poesía y el naming se retroalimentan. Algunos de los que me leéis ya lo sabéis, pero otros no. La mayoría de lo que escribo aquí lo redacto desde León. Estar en una pequeña ciudad de provincias permite mirar más de cerca y a vista de pájaro la realidad. En este caso, los nombres que me encuentro no son peores que los que podemos ver en las grandes ciudades, pero se pueden valorar con visión de conjunto. Sobre todo para mí, que últimamente ando preocupado y reflexiono a menudo sobre cómo las “virtudes” de tener una marca pueden y deben beneficiar no sólo a los grandes, sino también a las pequeñas empresas, comercios, etc.

No olvidemos que el nombre es una parte esencial en la construcción de una marca, su primer peldaño, podríamos decir. Pensamos que los pequeños pueden explotar temas como la personalización a través de un trato cercano y directo con sus clientes, y que el trabajo de su imagen e identidad no va con ellos por temas de presupuesto. Pero no estoy de acuerdo, y para el tema que nos ocupa  Matthew Healey nos dice: “Cuanto mejor es el nombre del producto o de la empresa, menos publicidad necesitan”. Bien para los pequeños porque empezamos ahorrando, sin embargo, la realidad es muy distinta. ¿Qué es lo que yo imagino en los nombres que leo? Sabemos que un buen nombre debe tratar de decir todo en una sola palabra: ser breve, eufónico, fácil de pronunciar, descriptivo, sugerente, evocador y un contenedor de los valores y atributos que quieren comunicarse.

El propio Beltrán lo define de manera insuperable:”Nombrar fácil lo fácil”. De manera muy resumida y esquematizando mucho, diría que los nombres que me encuentro entre los pequeños comercios y las pequeñas empresas de por aquí se reparten entre marcas patronímicas que apelan al nombre del fundador, acrónimos de distinto pelaje y, sobre todo, nombres que intentan definirlo todo: lo que hacen, alguna anécdota sobre el origen del negocio, quiénes son e incluso sus intenciones, con lo que acaban sustituyendo el nombre de la marca —que es una palabra— por el eslogan. Es como si nombrar fuera como señalar algo bonito o relevante sin que tenga nada que ver con lo nombrado. En este punto es donde siempre dudo si me quedo con Bar Pepe o con “cacaculopedopis”. No olvidemos, y esto sirve para grandes y pequeños, que, sin nombre, no hay marca.