El vocablo brand tiene mucho que ver con el fuego. Como nos recuerda Kevin Lane Keller: “La palabra inglesa brand, marca, deriva de la voz nórdica antigua brandr, que significa ‘quemar’, debido a que las marcas fueron y siguen siendo los medios con los cuales los dueños del ganado marcan a sus animales para identificarlos”.

Jiménez de Jamuz es un pueblo de la provincia de León célebre por su dedicación a la alfarería. Ya a mediados del siglo XVIII encontramos la primera documentación que sitúa este arte en este lugar. Es importante reseñar que el propio Antonio Gaudí se interesó por esta actividad desarrollada en estas tierras y que la utilizó como motivo decorativo en los arcos y nervaduras del Palacio Episcopal de Astorga.

Jiménez de Jamuz tiene abierto el alfar-museo. La visita a este pequeño recinto supone un viaje en el tiempo. Aquí se mantiene viva la manera más tradicional de este oficio, que necesita tres elementos esenciales: el barro, el torno y, cómo no, el fuego. Sigue activo el último horno antiguo en el que se realiza una única cocción al año. Este viejo horno no industrial obliga a apilar unas piezas sobre otras para su correcta cocción. A lo largo de la visita, uno comprende que la superposición genera una pequeña marca en los objetos.

Los cacharros que ya no se producen de manera artesanal salen perfectos e inmaculados, sin ninguna marca, es decir, sin ningún defecto. Y aquí está la clave: resulta que las jarras, botijos o vasijas que salen del horno tradicional salen marcados (defectuosos si pensamos en términos industriales) por una huella de autenticidad, de tradición y de saber hacer que les da más valor en el mercado por gozar de unas características de las que carecen los que siguen una producción “normal”. Es decir, que la marca, la huella del defecto, porta en realidad en sí misma todos los rasgos que hacen esa pieza diferente y valiosa. ¿Por qué? Por sus valores, por su laboriosidad y autenticidad. ¿Y no es acaso esto a lo que aspira una marca?