Es de sobra conocida una estrategia tradicional de las marcas a la hora de promocionar sus productos: asociarse con personajes famosos o reconocidos en algún ámbito de la sociedad. La pretensión es que la gente que admira a estos personajes extienda esa admiración a los productos que promocionan.

Como nos recuerda Kevin Lane Keller: “La razón de estas estrategias es que una persona famosa puede llamar la atención hacia una marca y moldear las percepciones de la marca, en virtud de las inferencias que los consumidores hacen con base al conocimiento que tienen acerca de una persona famosa”. Esta manera de actuar conlleva algunos peligros que afectan a la pérdida de control sobre la marca, ya que estos personajes, como humanos que son, representan valores que pueden variar  en el tiempo y dejar de estar coherentemente alineados con nuestras pretensiones originales como marca.

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También puede suceder que, en esa asociación, el que acabe siendo reconocido y más valorado sea el personaje, con lo que la marca puede pasar desapercibida dando un giro de 360º a la pretensión original de la empresa. En última instancia, la pretensión última es hacer una transfusión de valores entre personaje y marca, olvidando a la persona que es la auténtica portadora de valores. En este punto, que es donde podría empezar la parte interesante para las marcas, es justamente donde se puede caer al abismo de la incoherencia o la indiferencia.

Ahora os voy a contar una experiencia real que afecta a marcas y personas. Un día, después de realizar unas gestiones con mi padre, decidimos entrar a tomar un café en una cafetería perteneciente a una cadena, es decir, a una cafetería con marca, con una imagen reconocida y reconocible. Mi padre es un hombre acostumbrado a sus cafeterías de siempre, sin “marca”, en el sentido de que no han establecido un criterio de imagen al uso (de ahí las comillas), cafeterías de toda la vida, para que nos entendamos. Fiel a sus gustos, pidió su café de siempre con tan buena suerte que, antes de irnos, el camarero tuvo el detalle de preguntarle si le había gustado el café, ya que no era el tipo de café más demandado, y se produjo el milagro. ¿Por qué? Evidentemente, que un camarero de una cafetería “con marca” se tome la molestia de tratar a alguien anónimo con la cercanía y la amabilidad propias de un negocio de proximidad, genera una respuesta y una diferenciación especial. Se pone en marcha la correa de transmisión empresa-persona-cliente y, cuando las cosas se hacen de esta manera, la marca es el aglutinante que genera los mejores valores y la mejor experiencia en ese cliente anónimo, que inmediatamente interioriza y graba esa experiencia. Como podéis imaginar, desde ese momento, mi padre prefiere tomar su café en esta cafetería. Queda claro que las personas comunes y corrientes son las nuevas celebrities para las marcas.