Podemos decirlo alto, claro y sin miedo: una marca es todo aquello que un producto o servicio significa para sus clientes. Partiendo de esta base,  la marca extiende sus circunstancias a través de las experiencias  que los clientes tienen y comparten con los demás. En este sentido, podríamos concluir que la marca es un constructo creado en combinación con sus destinatarios. La marca es hoy más que nunca una realidad compartida.

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 Sin embargo, en cuanto nos acercamos a la realidad de los consumidores en su relación con las marcas, todos los datos tienen como común denominador quejas relacionadas con la deficiencia en la atención, la falta de cercanía  y empatía, la despersonalización y, todavía hoy, su omnipresencia intrusiva por exceso de notoriedad, hasta el punto de que más del 80% de los consumidores las consideran irrelevantes en sus vidas.

En una de sus acepciones, el Diccionario de la Real Academia Española define la palabra “detalle” como un “rasgo de cortesía, amabilidad o afecto”. Me pregunto  si es posible que el sustrato del cambio de percepción de los consumidores respecto a las marcas se encuentre inscrito en esta definición.

No me estoy refiriendo a llenar el entorno comercial con empleados que lleven una camiseta con la enseña “¿En qué puedo ayudarle?”, sino a hacer efectiva la realidad de este mensaje: la cercanía, la palabra amable, la sonrisa, la auténtica comunicación, la tan necesaria empatía como norma habitual de socialización. Esto, que parece difícil de hacer tangible y que parece integrarse más en la parte que en el todo, es cada vez más un “todo”. Me remito también a lo que Al y Laura Ries señalan en su libro “El origen de las marcas” cuando dicen que “la gente habla en términos de detalles, no de generalidades”. Es, sin duda, el momento de aglutinar marca y experiencia de cliente.