En este primer post del año no voy a hacer nada diferente a lo que me gusta y sé hacer: relacionar historias con el mundo del branding. No voy a resumir nada del año pasado ni a predecir nada sobre el que acaba de llegar. En definitiva, no voy a condicionar ni condicionarme, ni colocar los adjetivos por delante de la realidad que definen, que parece ser lo propio después de acabado el año y tras las emociones navideñas vividas.

Y aquí me quiero parar un momento: en las emociones navideñas. Las amemos o las odiemos, es indiscutible que la Navidad es un momento emocionalmente culminante del año para todos. Es verdad que es difícil sobrellevar la saturación de la sobrecarga familiar de ver tantos primos, tíos, tías, cuñados y cuñadas juntos y tantos días seguidos. Y como no atravieses un buen momento personal lo tienes crudo, porque sufrirás por exceso o por defecto: sufrirás de sobrestimulación familiar, o de nostalgia o soledad por los que ya no están. En resumen, nos pongamos como nos pongamos, seamos fans o no, lo reconozcamos o no, las Navidades nos van a hacer sentir algo a todos.

Con las marcas sucede algo parecido. Tanto si te interesan, te gustan o las amas, como si dices o crees pasar de ellas o no sentirte afectado acabarán generando en ti un sentimiento fruto de ese amor o ese odio que les profesas. Ahora que se han terminado y tomando un poco de distancia, puedo decir que sin ser un devoto de la Navidad, de estos días provienen algunos de los recuerdos más intensos, bonitos y emocionantes de mi infancia. Pero si tuviera que quedarme con uno que definiera para mí la Navidad, me quedo con uno que solo se puede recordar en blanco y negro, escribir con lápiz y papel.

Cuando era pequeño mi abuelo me llamaba Quicacho. Mi abuelo era simple y llanamente un hombre bueno. Esta sería su definición más honesta y completa. Siempre tuvo la ilusión, después de haber trabajado toda su vida viviendo al día, de que le tocase un pellizquito en la lotería de Navidad para «arreglar» un poco a sus hijos. Esto fue una ilusión que no dejó de ser nunca simplemente eso: una ilusión. Pues bien, mi Navidad se resume en los 23 de diciembre de mi infancia cogiendo la página central del periódico, un lapicero y una regla. A falta de Google y comprobadores online de la lotería, la página central de los periódicos estaba dedicada a la «pedrea». Mi abuelo sacaba un taco de décimos y participaciones de la lotería de un sobre blanco que, a su vez, guardaba en una caja metálica de galletas. Rápidamente empezaba a cantarme los números mientras yo me afanaba en buscar su presencia o ausencia pertrechado con mi lápiz y mi regla. Como os podéis imaginar, nunca había suerte y el ciclo se repetía las Navidades siguientes.

Pues bien este es para mí el resumen de la felicidad infantil que se ha quedado anclado para siempre en mi memoria y en mi corazón como el significado de la Navidad. Y lo más importante es que nunca he olvidado ni creo que olvide jamás aquellas sensaciones y emociones con las que también aprendí que la felicidad no estaba en hacerse millonario (o quizá, sí, pero eso nunca lo sabré) sino en la emoción compartida de pequeños instantes vividos intensamente. Y esto, creedme, es un aprendizaje que aplico constantemente en mi vida diaria, y quienes me conocéis personalmente, lo sabéis de primera mano. ¿Y las marcas? Las marcas deberían aspirar a generar experiencias de este calado, así de memorables. Es aquí donde adquiere pleno sentido aquello  que siempre digo cuando afirmo que: «Una marca es el espacio que consigues crear en la cabeza y el corazón de la gente. Y solo existe allí. Las empresas solo gestionan el espacio que crean en la cabeza y el corazón de los clientes, pero los verdaderos dueños de las marcas son los clientes». ¡Feliz post Navidad a todos!