Los que me leéis habitualmente, me habéis escuchado o habéis compartido conmigo un café, sabéis que acostumbro a hacer un mix entre las cosas que me suceden, el aprendizaje que me aportan y las reflexiones que se derivan en torno al branding o la gestión de marcas. Esta manera de proceder tiene que ver con que estoy convencido de que tenemos al alcance de la mano experiencias de las que las marcas podrían aprender mucho.

Así que ya debéis de estar acostumbrados a que utilice palabras como humanizar, sonreír, empatizar, facilitar, diferenciarse; atributos en los que, en definitiva, los pequeños tienen una enorme ventaja respecto a los grandes, porque estos últimos suelen perderse justamente en el anonimato de sus dimensiones.

Habitualmente vivo y os cuento experiencias positivas, pero de las negativas también se pueden sacar conclusiones. Veréis: le tenía echado el ojo a una tienda pequeñita de alimentación del barrio (enseguida entenderéis por qué hablo en pasado) que vendía productos delicatesen. Su precio no era prohibitivo, pero el negocio se situaba en una franja más premium. El caso es que me había prometido entrar en varias ocasiones, y cuál fue mi sorpresa cuando hace unos días vi un cartel de liquidación por cese del negocio. En esta ocasión acudí in extremis y, por qué no decirlo, a la llamada de los precios.

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En un primer vistazo (defecto profesional) me pregunté qué podría haber pasado y qué le podría aconsejar al dueño desde el punto de vista de la marca. Lo cierto es que, después de ese primer contacto, me encontré con que la mayoría de los deberes estaban bien hechos: buen producto, un poquito caro para estos tiempos (pero se trata de un segmento de negocio en el que resulta inevitable), buena presentación; una comunicación correcta empezando por un nombre pertinente, color y tipografía; el dueño, un hombre afable… Por lo tanto, en principio nada que objetar, a excepción de una cosa: la irrefutable realidad del cierre.

Después de informarme sobre los productos y los precios finales me atreví a interactuar algo más con el dueño, que estaba realmente afectado y, como es lógico, triste y abatido por el desenlace de su empresa. Le comenté mi sorpresa por el cierre y que me había parecido un espacio encantador, a lo que ambos añadimos al unísono la consabida cantinela de «las cosas están como están y la realidad manda», que el hombre repetía como un mantra.

Sin embargo, en nuestra conversación el señor me hizo un comentario nada inocente y muy revelador. Me dijo que en ese momento se acababa un sueño, su sueño. Y yo, con las mejor de mis intenciones y, creedme, con la intención de ayudarle, le conté lo que pensaba y lo que sentía en aquel preciso instante. Le dije que, en mi opinión, las empresas funcionan cuando su sueño ayuda a construir el sueño de los clientes, que eso es justamente lo que permite convertir una empresa en una marca.  Porque una vez que el sueño del cliente se ha realizado, la marca queda fijada en su mente y en su corazón. Terminé mi compra y regresé a casa dando uno de esos paseos vespertinos a la deriva que tanto me gustan.