Resulta evidente que la implantación de una marca lleva implícitos aspectos que tienen que ver con la actividad artística, sobre todo si nos referimos a su puesta en escena y a la concepción de su imagen externa. Desde la creación del logo hasta el diseño del punto de venta, nos encontramos con actividades eminentemente creativas. Incluso el diccionario acaba uniendo estos términos, puesto que si el creativo es “el profesional encargado de la concepción de una campaña publicitaria”, la creatividad es “la facultad de crear” y el arte es “el acto mediante el cual el hombre se expresa y crea valiéndose de la materia, la imagen o el sonido”, es inevitable realizar las oportunas conexiones.

Antes de dedicarme de lleno y centrarme casi exclusivamente en el branding, dediqué esfuerzos a distintas actividades relacionadas con el arte contemporáneo. Casi desde el principio observé que algo consustancial a la disciplina artística, y particularmente a sus manifestaciones más recientes, era cuestionado no solo por los profanos en la materia, sino incluso por profesionales y profesores. Me refiero a la plasmación y evolución de nuevos lenguajes y formas de expresión que presenta esta disciplina, y que están sujetas a una evolución constante. No han sido pocas las ocasiones en las que he escuchado ante un cuadro de Tàpies o de Saura aquello de que “eso también lo hace mi niño”, etc. Lo curioso de los que opinan así es que, al mismo tiempo, se declaran admiradores de Goya, de los “clásicos”, del color de los impresionistas o de los expresionistas, sin darse cuenta de que en Goya, El Greco e incluso en los excesos manieristas de Miguel Ángel, se encuentra la raíz de muchos de los lenguajes pictóricos contemporáneos. Es decir, admiran a los precursores de lo que más tarde van a denostar.

Desde la perspectiva del branding, podemos considerar que es a partir del último cuarto del siglo pasado cuando se empieza a considerar como principal fuente de valor de la empresa algo más que los activos de fabricación, los bienes raíces o los activos financieros. Entran en escena valores menos tangibles, pero no menos decisivos, y entre ellos la marca es la nueva estrella. Aún hoy está por plasmarse de manera efectiva, real y tangible que las marcas de las empresas son un soporte social y un auténtico factor de cambio y evolución social: la marca como depositaria de la filosofía de la empresa, expresada a través de unos valores que conecten con el consumidor. Valores que sirvan para comunicarnos con nuestros empleados, clientes y la sociedad en general. Recientemente, lo expresaba de manera inmejorable Joan Jiménez en un tweet compartido por  muchos y también por mí: “Sueño con un mundo en el que las marcas sean un símbolo de cultura y de valores, y no solo de intereses”.

Así que pongámonos manos a la obra para hacer de ese valor intangible de las empresas una auténtica realidad social, no vaya a ser que caigamos en la contradicción de quienes, habiendo cuestionado su valor, ahora pagan cantidades astronómicas por un Rothko, un Barceló o un Tàpies. Olvidamos que si quisiéramos y pudiéramos comprar, por ejemplo, a Coca-Cola, tendríamos que abonar los 67.000 millones de dólares que valía su marca en el año 2006.