Mi pescadero no es español. Esto no pasaría de ser una anécdota irrelevante e insignificante si no estuviéramos hablando de un pequeño empresario que se juega mucho en el lenguaje. Cuando empezó a trabajar aún no hablaba ni castellano ni catalán perfectamente, pero ha ido mejorando a pasos agigantados. Esta mejora ha ido en paralelo a conocer la jerga propia del negocio, las distintas variedades y características del pescado que comercializa y algunas expresiones necesarias para entender las bromas y chascarrillos que facilitan tratar con cercanía a los clientes para que se sientan apreciados y valorados.

Todo este esfuerzo ha ido consolidando su negocio gracias a una clientela cada vez más estable y fiel. Poco a poco ha ido conociendo a cada uno de sus clientes, sus preferencias y gustos culinarios, y el idioma en que a cada uno le gusta que se le dirijan; ha podido personalizar el trato, en definitiva. Se ha ganado la confianza de sus clientes y, lo que es aún mejor, ha generado una confianza que atrae a otros nuevos. Casi nada.

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