Os quiero confesar algo: he ido a visitar la exposición The Art of the Brick de Nathan Sawaya. Sí, yo, historiador del arte, he pagado una entrada para ver algo tan banal como obras hechas con piezas de Lego. Su artífice se atreve incluso a mancillar el sacrosanto templo de lo artístico reproduciendo algunas de las obras más importantes de la historia del arte a través de un juego de niños.

Os quiero confesar algo más: la exposición me ha encantado y disfruté de lo lindo mimetizándome con los niños, como si fuera uno más, volviendo a soñar en colores. Pero no me he vuelto loco del todo: sabía que al final de la exposición había una tienda llena de souvenirs y juegos, y que la exposición era un pretexto para llenar el carrito de la compra y completar la experiencia comprando. Sabía que se trataba de una exposición-espectáculo, pero a mí, y podéis tacharme de ingenuo, transmutado temporalmente en el niño que fui, me provocó una serie de reflexiones.

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