Os quiero confesar algo: he ido a visitar la exposición The Art of the Brick de Nathan Sawaya. Sí, yo, historiador del arte, he pagado una entrada para ver algo tan banal como obras hechas con piezas de Lego. Su artífice se atreve incluso a mancillar el sacrosanto templo de lo artístico reproduciendo algunas de las obras más importantes de la historia del arte a través de un juego de niños.

Os quiero confesar algo más: la exposición me ha encantado y disfruté de lo lindo mimetizándome con los niños, como si fuera uno más, volviendo a soñar en colores. Pero no me he vuelto loco del todo: sabía que al final de la exposición había una tienda llena de souvenirs y juegos, y que la exposición era un pretexto para llenar el carrito de la compra y completar la experiencia comprando. Sabía que se trataba de una exposición-espectáculo, pero a mí, y podéis tacharme de ingenuo, transmutado temporalmente en el niño que fui, me provocó una serie de reflexiones.

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Disfrutando de la habilidad de Sawaya para reproducir la Victoria de Samotracia e inmerso en el fake de La noche estrellada o El grito de Munch, me han vuelto a asaltar dudas en torno a qué es el arte y a qué podemos considerar como tal. ¿Es Nathan Sawaya un artista o un buen detector de tendencias que además es un hábil curador de contenidos? Sinceramente, creo que hay un poco de todo.

¿Realmente vemos, percibimos o sentimos la capacidad artística de Leonardo da Vinci  y el enigma de la Mona Lisa cuando la vemos detrás de una cola de personas que se afanan entre codazos por atrapar parte de su historia? ¿O es suficiente con que conozcamos su historia y seamos capaces de revivirla incluso ante una reproducción tan banal como la de un juego de niños? Porque si de algo saben Lego y Nathan Sawaya, es, sin duda, de juegos. Y, sin duda, hay algo tremendamente sugerente en ese mix entre arte y juego que nos propone este artista. Creo que hay incluso piezas más personales que aluden a experiencias y vivencias importantes del propio artista que mantienen un sustrato poético muy sugerente y nada desdeñable, como la pieza titulada Grasp. Y es que entre marcas anda también el juego.

La historia de la marca Lego es en sí misma tremendamente inspiradora y un ejemplo de superación. No olvidemos que surge de un humilde carpintero que, al perder su taller en un incendio, intuye la oportunidad de mejorar y ampliar su negocio. Con el fin de minimizar costes y como ayuda para el diseño de sus piezas, el carpintero realiza versiones en miniatura de sus obras, que le inspiran en la posterior producción de juguetes, el germen de lo que es hoy esta gran marca. Es muy interesante y revelador desde el origen el potencial de una marca que proviene de las palabras danesas leg godt, que significan «jugar bien».

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Nathan Sowaya tiene tras de sí una interesante historia de superación y crecimiento personal. Persiguió incansablemente su pasión saliendo de su zona de confort, y logró generar una potente huella que le sitúa en nuestras mentes como una potente marca personal. Hacía jornadas laborales maratonianas y era la gran promesa de un prestigioso despacho de abogados antes de perseguir su pasión de convertirse en un artista y expresar sus inquietudes y su mundo interior. Y para ello recupera como material innovador de expresión los juegos que siempre le habían acompañado desde su infancia: las piezas de Lego.

Esta exposición es la consecuencia del encuentro de dos grandes marcas, una personal y una comercial, que hacen converger sus historias para obtener un resultado ciertamente espectacular. Es decisión de cada uno pagar el valor que implica disfrutar de ella. No sé si yo me atrevería a encerrarme en un taller con un millón de piezas de colores, pero llegados a este punto, vale la pena dejar constancia aquí del mantra de la exposición, con el que también me quedo: «El arte no es una opción. Es necesario».