En su poema Símbolo, el poeta Ángel González dice así: «Símbolo, oscuro disfraz del destino […]. Engañan las palabras, las cifras, los sonidos. Nada es lo que parece».

La Asociación Americana de Marketing define marca como un «nombre, término, signo, símbolo o diseño, o una combinación de ellos, cuyo propósito es identificar los bienes o servicios de un vendedor y diferenciarlos de los de la competencia». De las acepciones que encontramos para la definición de marca en el Diccionario de María Moliner, dos están directamente relacionadas con el mundo comercial y de las marcas: «Distintivo exclusivo que pone el fabricante en sus productos», y «denominación comercial de un producto o conjunto de ellos». Joan Costa nos recuerda en La imagen de marca que, en lo relacionado con las marcas comerciales, no basta con hacer una señal, sino que «las marcas deben significar. No simplemente señalar».

En este contexto es muy habitual, por no decir que es casi la norma, encontrar en el paisaje empresarial pequeñas y medianas compañías que empezaron la casa por el tejado.

Con el propósito de encontrar soluciones inmediatas y cortoplacistas, acuden al ingenio o a la «capacidad creativa» de algún amigo, familiar o primo de un conocido al que se le presupone cierto ingenio para resolver un asunto crucial.

Y es así como encontramos que tanto el logo como la puesta en escena de la empresa están vacíos y solo tienen sentido para el empresario, que piensa que lo que resulta interesante para él debe serlo también para los demás. Pero se ha olvidado de algo fundamental: detrás del proyecto visual de una empresa está el trabajo previo de construir una marca, si no, el resultado es que realmente no hay nada, solo un hueco sin rellenar que separa la empresa y lo que esta ofrece de sus destinatarios, en un paisaje poblado de otros tantos iguales que no han conseguido encontrar un elemento diferenciador.

La solución a este problema no es fácil, ni única, ni existen fórmulas mágicas al respecto. Lo único cierto es que, independientemente del producto o servicio que se ofrezca, el punto de partida debe ser siempre hacer un esfuerzo real por conocer quiénes son los clientes y, a partir de ahí, mantener un compromiso auténtico. No obstante, no es suficiente con anunciar ese compromiso, sino que, efectivamente, este debe materializarse en cada una de las acciones que se lleven a cabo. Fruto de ello será un posicionamiento claro y bien definido, y se cumplirá el objetivo de involucrar a los stakeholders.

A modo de conclusión, podríamos decir que el «branding sin marca» estará latente en la imagen visual de la empresa como una consecuencia natural del compromiso con el cliente, siempre y cuando este sea el eje de la propuesta empresarial.