En este primer post del año no voy a hacer nada diferente a lo que me gusta y sé hacer: relacionar historias con el mundo del branding. No voy a resumir nada del año pasado ni a predecir nada sobre el que acaba de llegar. En definitiva, no voy a condicionar ni condicionarme, ni colocar los adjetivos por delante de la realidad que definen, que parece ser lo propio después de acabado el año y tras las emociones navideñas vividas.
Y aquí me quiero parar un momento: en las emociones navideñas. Las amemos o las odiemos, es indiscutible que la Navidad es un momento emocionalmente culminante del año para todos. Es verdad que es difícil sobrellevar la saturación de la sobrecarga familiar de ver tantos primos, tíos, tías, cuñados y cuñadas juntos y tantos días seguidos. Y como no atravieses un buen momento personal lo tienes crudo, porque sufrirás por exceso o por defecto: sufrirás de sobrestimulación familiar, o de nostalgia o soledad por los que ya no están. En resumen, nos pongamos como nos pongamos, seamos fans o no, lo reconozcamos o no, las Navidades nos van a hacer sentir algo a todos.
Con las marcas sucede algo parecido. Tanto si te interesan, te gustan o las amas, como si dices o crees pasar de ellas o no sentirte afectado acabarán generando en ti un sentimiento fruto de ese amor o ese odio que les profesas. Ahora que se han terminado y tomando un poco de distancia, puedo decir que sin ser un devoto de la Navidad, de estos días provienen algunos de los recuerdos más intensos, bonitos y emocionantes de mi infancia. Pero si tuviera que quedarme con uno que definiera para mí la Navidad, me quedo con uno que solo se puede recordar en blanco y negro, escribir con lápiz y papel.