¿Por qué visitamos museos? ¿Por qué nos gustan algunas exposiciones y otras nos dan igual? ¿Por qué la exposición de Velázquez en el año 1990 fue visitada por 800.000 personas que hicieron, en ocasiones, kilométricas colas para ver esta muestra del genio sevillano? Las respuestas a estas preguntas son múltiples, casi una por cada visitante, artista y obra.
Avalados por nuestra conciencia histórica y por la opinión de críticos e historiadores cuando nos colocamos delante de una obra de Picasso, Rembrant o Velázquez sabemos que estamos degustando un plato fino dentro de la oferta que nos ofrece la historia del arte. Por tanto, ese aval y ese peso de la historia garantizan la calidad de nuestra inversión económica y de tiempo. El placer estético que sentimos se ve refrendado y recompensado por el criterio de los que más y mejor saben de la materia. Historiadores y especialistas se convierten en nuestros prescriptores, podríamos decir. Nos sentimos cómodos y seguros, hemos asegurado el tiro de nuestra elección visual o, al menos, eso nos dice el catálogo.
Por tanto no se trata sólo de la obra de arte por sí misma. Nuestra decisión a la hora de visitar una exposición u otra está condicionada por nuestro gusto, nuestra formación, por la información de que disponemos, los comentarios y recomendaciones de amigos que ya hayan visitado la muestra y otras consultas que hayamos hecho junto a nuestra predisposición al disfrute estético e intelectual.
Y ahora te pregunto: ¿Tiene alguna de las preguntas que formulaba anteriormente algo que ver con la elección, en el lineal del supermercado, del desodorante que más te gusta, o tus galletas favoritas, o el arroz o los yogures que compras habitualmente?
En principio y así planteado parece que tienen poco que ver. Estamos ante vivencias y realidades dentro de nuestra realidad extremadamente distantes. ¿Qué tiene que ver la marca de mi pasta de dientes con Rembrant, Poussin, Tiziano o Picasso? Nada. Pero si piensas más a fondo y en profundidad el porqué de nuestras elecciones, sobre todo, las que tocan nuestras costumbres y emociones quizás te reconozcas eligiendo tu desodorante al recordar lo que le gusta a tu mejor amigo, y lo que te insiste en que cambies de marca. Quizás te darás cuenta de que no sabías mucho de pintura flamenca y gracias a una crítica que leíste de la exposición acabaste pasando la mañana en el museo disfrutando de tu nuevo hallazgo, de las obras de pintores que desconocías y ahora te fascinan gracias a la recomendación del profesor que escribía en el periódico.
Y ahora ya situados aquí parece que las distancias se acortan y que las cosas que se aplican y funcionan en la gestión de marcas (prescripción, influencia, recomendación, emoción o confianza) tienen mucho que ver tanto en la decisión que tomas frente al lineal del supermercado como en la exposición que vas a ver el próximo domingo por la mañana.
Para constatar con un dato objetivo esta relación permanente entre arte, historia y branding quiero compartir con vosotros, a modo de conclusión, el texto de una cartela explicativa sobre las Matrices para los sellos de dos comerciantes, 1300-1400, con la que me he topado recientemente dentro de la magnífica exposición Los pilares de Europa. La Edad Media en el British Museum, que se está desarrollando en el Caixaforum de Barcelona: “Estas matrices permitían que los comerciantes firmaran documentos utilizando tanto un símbolo de su comercio como un adorno abstracto (la marca del comerciante). Dos anillos, coronados por un asta de bandera, son la marca de Jean Farmant. La inscripción del segundo sello nos cuenta que perteneció a un mercader de vinos llamado Guillaume. Los comerciantes necesitaban controlar la calidad de sus productos, así como mantener la propia identidad profesional”.