Una de las cosas buenas que tiene la retransmisión de los Juegos Olímpicos es recuperar el contacto y, en cierto modo, «normalizar» la presencia de muchos deportes que de otro modo quedarían eclipsados por el deporte rey. Es un gusto volver a ver rugby, hockey, voleibol y, por supuesto, atletismo en cualquiera de sus disciplinas. Olimpiada tras olimpiada asistimos a gestas de grandes deportistas poco conocidos que nos regalan un gran aprendizaje para cualquier ámbito de la vida, que es, sin duda, uno de los grandes valores del deporte. Este año, a pesar de los resultados, la capacidad de superación, la competitividad y la resistencia han vuelto a ser señas de identidad del abanderado de nuestro equipo, Rafa Nadal, y le han vuelto a convertir en un referente y en alguien admirado por niños y mayores. Rafa es un deportista auténtico y un auténtico deportista.
En estos días, para sofocar los calores del verano, me fui a dar un chapuzón a la playa. Desde mi toalla pude vislumbrar a una mamá jugando con su hijo a las palas mientras eran observados por el papá y la abuela, de quien el niño reclamaba la atención permanentemente. De esta escena cotidiana quiero rescatar el comentario de la abuela al pequeño: «Juegas muy bien, cariño, pero no sabes imitar bien los gestos de Nadal», que a mis oídos sonó como que lo importante no era tanto imitar el juego o los valores del tenista sino sus gestos, siendo estos los que le llevarían algún día a ser como él. ¿Realmente creía esa abuela que es la imitación de los gestos lo que puede conducir a su nieto al éxito deportivo futuro, y no el aprendizaje, el esfuerzo o el tesón que derrocha el mallorquín cada vez que sale a la pista? ¿Aprendemos de los valores, de la huella auténtica de la marca o de lo que parece ser, de lo que nos interesa ver desde nuestra sesgada mirada, desde el gesto, la manía, el tic? Reflexionemos sobre ello antes de jalear a nuestros pequeños, sobre los que ejercemos una influencia decisiva.
La autenticidad es, sin duda, un valor al alza. Pedimos y deseamos compartir nuestra vida con amigos, familiares o una pareja que sea auténtica, que se parezca a lo que dice ser y a lo que hace. Compramos marcas con las que nos identificamos, con las que compartimos algo, que nos satisfacen o nos hacen sentir bien. Sencillamente, las consideramos auténticas. Les otorgamos nuestra confianza porque nos lo parecen, si no las abandonamos. No olvidemos que auténtico es quien es «consecuente consigo mismo, que se muestra tal y como es».
Para concluir quiero acabar con un fragmento de un texto de Walter Benjamin de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que nos permite conectar el tema de la autenticidad desde el prisma del arte para terminar enlazándolo con las marcas y abrir un campo de reflexión mixta al respecto: «La historia a la que una obra de arte ha estado sometida a lo largo de su permanencia es algo que atañe exclusivamente a esta, su existencia única. Dentro de esta historia se encuentran lo mismo las transformaciones que ha sufrido en su estructura física a lo largo del tiempo como las cambiantes condiciones de propiedad en las que haya podido estar. La huella de las primeras solo puede ser reconocida después de un análisis químico o físico al que una reproducción no puede ser sometida; la huella de las segundas es el objeto de una tradición cuya reconstrucción debe partir del lugar en que se encuentra el original. El concepto de la autenticidad del original está constituido por su aquí y ahora; sobre estos descansa a su vez la idea de una tradición que habría conducido a ese objeto como idéntico a sí mismo hasta el día de hoy».