Vivimos en la era del conocimiento y la información. Son tantos los estímulos que nos rodean que no sabemos dónde mirar ni dónde dirigir primero nuestra atención. Tenemos tantas experiencias por vivir que las propias experiencias o la propia vida siempre pueden esperar a ser vividas. Somos herederos de la posmodernidad y, por tanto, nuestro estado natural es la incertidumbre.
Agotados los viejos relatos que sostenían el mundo, la religión, la familia, la historia o el trabajo para toda la vida como referentes para sustentar el destino, la ilusión o el «tener que», de la vida lo único que ha quedado seguro es que vivimos en un eterno fluir, incierto, pero fluir al fin y al cabo. Podemos llamarlo Hipermodernidad con Lipovetsky, Sociedad líquida con Bauman, o podemos asumir que ya lo hemos producido todo, ya lo hemos consumido todo y hemos entrado en lo que Vicente Verdú denomina el capitalismo de ficción. Pero lo único que es seguro, lo único que no ha cambiado es que somos los mismos seres humanos en búsqueda e intercambio permanente de emociones, cada uno dedicando su vida a un destino personal (idealmente elegido y disfrutado) trabajando desde el que uno es para acabar siendo el que somos. Y esto es lo que nos distingue, lo que nos hace únicos, diferentes y, en última instancia, humanos.
En estos días he tenido que curarme de uno de esos catarros pre-veraniegos. Bajé a la farmacia para buscar medicamentos y me encontré con que estos establecimientos son una metáfora ideal de nuestros inciertos tiempos. Son lugares donde uno busca un medicamento para curarse y lo último que encuentra o (que esperaría encontrar) son precisamente medicamentos. Puedes comprar chicles en una extensión de línea y de producto inagotable, puedes comprar muesli ecológico, alimentos infantiles y todo un surtido inagotable de productos con funcionalidades incontables y aspectos casi infinitos e indistinguibles.
En fin, todo un ejemplo y todo un paralelismo de estos tiempos que vivimos, a veces inconexos, desenfocados e incluso incoherentes, como el exceso que uno puede sentir y vivir hoy al cruzar la puerta de una farmacia con la noble intención de curarse un simple catarro.
Estas últimas semanas he tenido la suerte de visitar algunas maravillosas exposiciones de fotografía. La fotografía nos cautiva porque nos proyecta a través de la mirada (o mejor, del objetivo) de otro. Nos pone en nuestro lugar desde la apreciación estética del fotógrafo. El blanco y negro, el color, el encuadre, la luz, el tema, la imaginación, lo retratado detallan una suerte de pequeños presentes individuales, de pequeños presentes fragmentados que me recuerdan a los presentes que vamos viviendo diariamente desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Presentes que las marcas, las que compramos, y las marcas personales que cobijan lo que somos, deben aprender a hilar para construir la historia, su historia, nuestra propia historia como personas. La historia que nos emociona, la que, en definitiva, compramos y la que nos define como seres humanos.