¿Por qué visitamos museos? ¿Por qué nos gustan algunas exposiciones y otras nos dan igual? ¿Por qué la exposición de Velázquez en el año 1990 fue visitada por 800.000 personas que hicieron, en ocasiones, kilométricas colas para ver esta muestra del genio sevillano? Las respuestas a estas preguntas son múltiples, casi una por cada visitante, artista y obra.
Avalados por nuestra conciencia histórica y por la opinión de críticos e historiadores cuando nos colocamos delante de una obra de Picasso, Rembrant o Velázquez sabemos que estamos degustando un plato fino dentro de la oferta que nos ofrece la historia del arte. Por tanto, ese aval y ese peso de la historia garantizan la calidad de nuestra inversión económica y de tiempo. El placer estético que sentimos se ve refrendado y recompensado por el criterio de los que más y mejor saben de la materia. Historiadores y especialistas se convierten en nuestros prescriptores, podríamos decir. Nos sentimos cómodos y seguros, hemos asegurado el tiro de nuestra elección visual o, al menos, eso nos dice el catálogo.